Hace veinte años la caída del muro de Berlín actuó como detonante para que en los meses siguientes se diera por finalizado el comunismo en los países del este de Europa. Con él caía un sistema que había intentado ser una alternativa al capitalismo, pero sin llegar a conseguirlo, no sólo como puso de manifiesto su propio derrumbamiento en esos años, sino porque se basó en un régimen totalitario de horror y terror, fuertemente opresivo, que generó además una economía ineficiente. Los trabajadores del este de Europa vivían peor, en cuanto a bienes materiales, que sus homólogos de los países avanzados de Europa occidental. Por eso, contrariamente a lo enunciado por Marx, ni se logró la emancipación de los trabajadores ni el fin de la explotación capitalista.
La economía de los países del socialismo real, incapaz de evolucionar y de transformarse, desencadenó una crisis profunda debido a la esclerosis en que había caído y a que era incapaz de satisfacer las demandas de los ciudadanos. La economía desempeñó un papel considerable, aunque no único, en el derrumbe del sistema comunista, que nadie predijo ni en la forma ni con la rapidez con que se produjo, si bien había muchos analistas que hablaban de crisis económica, política y social. Pero una crisis no tiene por qué ser necesariamente el fin de un sistema. La perestroika impulsada por Gorbachov fue la respuesta a esa crisis y al estancamiento que se daba en todos los órdenes de la vida económica y social de los países del Este. Sin embargo, no fue posible la reforma y eso condujo al fin de un sistema que fue una pesadilla para tantas gentes que sufrieron la represión y las duras condiciones de la vida cotidiana.
La Unión Soviética y los países satélites perdieron la carrera económica y social con los países desarrollados de Occidente. No se cumplió, por tanto, la predicción que hizo Jruschov, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, en 1961. En un discurso extraordinario señaló que en un periodo de diez años la Unión Soviética superaría a Estados Unidos en producción industrial total y en veinticinco años en la renta per cápita. Ese discurso, tal como cuenta Skidelsky en “El mundo después del comunismo” (Ariel, 1996), se tomó al pie de la letra en Occidente hasta el punto de que cuando el presidente Kennedy llegó a Londres en 1961, poco después de encontrarse con Jruschov en Viena, le dijo al primer ministro británico, Macmillan: “Ya no tienen miedo a una agresión. Poseen una fuerza nuclear tan poderosa cuanto menos como la de Occidente. Tienen vías de comunicación interiores. Tienen una economía boyante y pronto superarán a la sociedad capitalista en la carrera hacia la riqueza material”. Macmillan estuvo de acuerdo.
Ese optimismo de Jruschov estaba fundamentado en que la Unión Soviética se había rehecho rápidamente de las grandes pérdidas humanas y materiales que había sufrido en la segunda guerra mundial, había aumentado su influencia en el mundo, llevaba la delantera a Estados Unidos en la carrera espacial, y tenía un gran arsenal armamentístico. Estos hechos también influían en Occidente y se contemplaba a esta potencia emergente no sólo como un peligro, sino como algo realmente imparable. Sin embargo, los aparentes éxitos venían acompañados de grandes privaciones. La economía se había desarrollado y se habían dejado atrás grandes carencias. El hambre y la pobreza extrema habían desaparecido. Las necesidades básicas estaban cubiertas, y había prácticamente pleno empleo. Se conseguían avances importantes en educación, investigación y salud. Pero junto a esto escaseaban los bienes de consumo y viviendas, al tiempo que se producían grandes desigualdades entre la ciudad y el campo, entre la industria militar y la de bienes de equipo y pesada y la subdesarrollada de consumo. Era un crecimiento desigual y desequilibrado.
Jruschov, no obstante ese optimismo, sabía que en la economía fallaban muchas cosas. Por eso es por lo que intentó hacer reformas, descentralizando la economía, por un lado, y concediendo más autonomía a las empresas para que fueran más eficientes, y se valorarse el resultado económico y financiero. Se trataba de no medir solamente el cumplimiento de los planes en producción material sin tener en cuenta la calidad y los esfuerzos por hacer que la empresa fuera más productiva. Se crearon los Consejos regionales, y se intentó poner en práctica las recomendaciones preconizadas por Liberman para la empresa. Pero ese intento reformista se frustró con la caída de Jruschov, y se volvió a hacer lo de siempre con el agravante de que no sólo no se resolvían los problemas, sino que éstos se agudizaban más con el paso de los años. No sólo no se cumplieron las predicciones de Jruschov y los temores de Kennedy y Macmillan, sino que se retrocedió, y la Unión Soviética en vez de acercarse cada vez se alejaba más de los avances del capitalismo. La perestroika llegaba tarde.
Ante este intento reformista de los años sesenta, en el que también se trataba de impulsar los bienes de consumo, cabe hacerse la pregunta de que si realmente se hubiera llevado a cabo el sistema habría sobrevivido y habría sido capaz de evolucionar hacia una mayor descentralización, hacia una mayor participación en la toma de las decisiones, hacia la democracia y un sistema económico más eficiente. O también que si las reformas no fueron posibles fue porque el sistema era tan rígido que no admitía cambios ni modificaciones, lo que le conduciría antes o después a su final.
Bienvenido sea, por tanto, el final de un sistema tan cruel y tan poco eficiente, que no fue capaz de llevar a cabo las aspiraciones de Marx. Las esperanzas creadas con su derrumbe no se han visto colmadas, pues si ha habido avances en las libertades no ha sucedido lo mismo con la economía. Lo que no está tan claro es que las cosas hayan mejorado desde entonces. Y es así por la forma en que se ha hecho la transición. Las terapias de choque, en las que predominaron las propuestas neoliberales, supusieron privatizaciones a bajo precio, cierres de empresas, paro y emigración de personas cualificadas hacia los países capitalistas desarrollados. La desigualdad se ha impuesto y las conquistas sociales se han desmoronado. El enriquecimiento de unos pocos contrasta con la situación de la mayoría. El capitalismo de casino y de las mafias es el que se ha impuesto. Parte de los males generados, como la prostitución que procede del este y que se ha desarrollado en Occidente, se describen muy bien en “Economía canalla”, de Loretta Napoleoni (Paidós, 2008).
Los grandes defensores del capitalismo lo celebraron y bailaron encima de la tumba de Marx. No hay alternativa al capitalismo, proclamaron, y Marx por fin estaba muerto de verdad en el plano de las ideas y en la práctica política y económica. Hasta alguien tan osado como Fukuyama proclamó el fin de la historia. Todo lo cual supuso una ofensiva basada en el fundamentalismo de mercado que condujo a que la globalización se intensificara, se desregulase la economía, y se fomentara el auge de las finanzas descontroladas. Se recortaron derechos sociales y las desigualdades se intensificaron a escala mundial y dentro de cada país. Y hoy la pobreza y el hambre siguen estando presentes en nuestra economía. El fin de todo ello ha sido el estallido de la crisis actual.
En suma, la caída del comunismo no sólo trajo un proceso de transición política en estos países, con grandes costes sociales, sino que ha supuesto retrocesos en los derechos sociales y en la regulación del capitalismo a escala mundial, que aunque no se puedan deducir directamente de ahí, sí tienen que ver con el reforzamiento de las teorías neoliberales recrecidas ante el fracaso del comunismo. A su vez coincide con un pensamiento débil por parte de la izquierda, que se siente incapaz de ofrecer respuestas progresistas a los problemas planteados, tanto en el momento presente como de cara al futuro. La crisis presente, que supone la quiebra de la globalización neoliberal y financiera, es una oportunidad para cambiar y avanzar en el plano de las reformas económicas y sociales. Espero que no se desperdicie con planteamientos a corto plazo, y que seamos atrapados una vez más por la economía neoliberal en vez de por la reconstrucción de otra economía más social e igualitaria, tanto en el plano de los hechos como de las ideas
La economía de los países del socialismo real, incapaz de evolucionar y de transformarse, desencadenó una crisis profunda debido a la esclerosis en que había caído y a que era incapaz de satisfacer las demandas de los ciudadanos. La economía desempeñó un papel considerable, aunque no único, en el derrumbe del sistema comunista, que nadie predijo ni en la forma ni con la rapidez con que se produjo, si bien había muchos analistas que hablaban de crisis económica, política y social. Pero una crisis no tiene por qué ser necesariamente el fin de un sistema. La perestroika impulsada por Gorbachov fue la respuesta a esa crisis y al estancamiento que se daba en todos los órdenes de la vida económica y social de los países del Este. Sin embargo, no fue posible la reforma y eso condujo al fin de un sistema que fue una pesadilla para tantas gentes que sufrieron la represión y las duras condiciones de la vida cotidiana.
La Unión Soviética y los países satélites perdieron la carrera económica y social con los países desarrollados de Occidente. No se cumplió, por tanto, la predicción que hizo Jruschov, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética, en 1961. En un discurso extraordinario señaló que en un periodo de diez años la Unión Soviética superaría a Estados Unidos en producción industrial total y en veinticinco años en la renta per cápita. Ese discurso, tal como cuenta Skidelsky en “El mundo después del comunismo” (Ariel, 1996), se tomó al pie de la letra en Occidente hasta el punto de que cuando el presidente Kennedy llegó a Londres en 1961, poco después de encontrarse con Jruschov en Viena, le dijo al primer ministro británico, Macmillan: “Ya no tienen miedo a una agresión. Poseen una fuerza nuclear tan poderosa cuanto menos como la de Occidente. Tienen vías de comunicación interiores. Tienen una economía boyante y pronto superarán a la sociedad capitalista en la carrera hacia la riqueza material”. Macmillan estuvo de acuerdo.
Ese optimismo de Jruschov estaba fundamentado en que la Unión Soviética se había rehecho rápidamente de las grandes pérdidas humanas y materiales que había sufrido en la segunda guerra mundial, había aumentado su influencia en el mundo, llevaba la delantera a Estados Unidos en la carrera espacial, y tenía un gran arsenal armamentístico. Estos hechos también influían en Occidente y se contemplaba a esta potencia emergente no sólo como un peligro, sino como algo realmente imparable. Sin embargo, los aparentes éxitos venían acompañados de grandes privaciones. La economía se había desarrollado y se habían dejado atrás grandes carencias. El hambre y la pobreza extrema habían desaparecido. Las necesidades básicas estaban cubiertas, y había prácticamente pleno empleo. Se conseguían avances importantes en educación, investigación y salud. Pero junto a esto escaseaban los bienes de consumo y viviendas, al tiempo que se producían grandes desigualdades entre la ciudad y el campo, entre la industria militar y la de bienes de equipo y pesada y la subdesarrollada de consumo. Era un crecimiento desigual y desequilibrado.
Jruschov, no obstante ese optimismo, sabía que en la economía fallaban muchas cosas. Por eso es por lo que intentó hacer reformas, descentralizando la economía, por un lado, y concediendo más autonomía a las empresas para que fueran más eficientes, y se valorarse el resultado económico y financiero. Se trataba de no medir solamente el cumplimiento de los planes en producción material sin tener en cuenta la calidad y los esfuerzos por hacer que la empresa fuera más productiva. Se crearon los Consejos regionales, y se intentó poner en práctica las recomendaciones preconizadas por Liberman para la empresa. Pero ese intento reformista se frustró con la caída de Jruschov, y se volvió a hacer lo de siempre con el agravante de que no sólo no se resolvían los problemas, sino que éstos se agudizaban más con el paso de los años. No sólo no se cumplieron las predicciones de Jruschov y los temores de Kennedy y Macmillan, sino que se retrocedió, y la Unión Soviética en vez de acercarse cada vez se alejaba más de los avances del capitalismo. La perestroika llegaba tarde.
Ante este intento reformista de los años sesenta, en el que también se trataba de impulsar los bienes de consumo, cabe hacerse la pregunta de que si realmente se hubiera llevado a cabo el sistema habría sobrevivido y habría sido capaz de evolucionar hacia una mayor descentralización, hacia una mayor participación en la toma de las decisiones, hacia la democracia y un sistema económico más eficiente. O también que si las reformas no fueron posibles fue porque el sistema era tan rígido que no admitía cambios ni modificaciones, lo que le conduciría antes o después a su final.
Bienvenido sea, por tanto, el final de un sistema tan cruel y tan poco eficiente, que no fue capaz de llevar a cabo las aspiraciones de Marx. Las esperanzas creadas con su derrumbe no se han visto colmadas, pues si ha habido avances en las libertades no ha sucedido lo mismo con la economía. Lo que no está tan claro es que las cosas hayan mejorado desde entonces. Y es así por la forma en que se ha hecho la transición. Las terapias de choque, en las que predominaron las propuestas neoliberales, supusieron privatizaciones a bajo precio, cierres de empresas, paro y emigración de personas cualificadas hacia los países capitalistas desarrollados. La desigualdad se ha impuesto y las conquistas sociales se han desmoronado. El enriquecimiento de unos pocos contrasta con la situación de la mayoría. El capitalismo de casino y de las mafias es el que se ha impuesto. Parte de los males generados, como la prostitución que procede del este y que se ha desarrollado en Occidente, se describen muy bien en “Economía canalla”, de Loretta Napoleoni (Paidós, 2008).
Los grandes defensores del capitalismo lo celebraron y bailaron encima de la tumba de Marx. No hay alternativa al capitalismo, proclamaron, y Marx por fin estaba muerto de verdad en el plano de las ideas y en la práctica política y económica. Hasta alguien tan osado como Fukuyama proclamó el fin de la historia. Todo lo cual supuso una ofensiva basada en el fundamentalismo de mercado que condujo a que la globalización se intensificara, se desregulase la economía, y se fomentara el auge de las finanzas descontroladas. Se recortaron derechos sociales y las desigualdades se intensificaron a escala mundial y dentro de cada país. Y hoy la pobreza y el hambre siguen estando presentes en nuestra economía. El fin de todo ello ha sido el estallido de la crisis actual.
En suma, la caída del comunismo no sólo trajo un proceso de transición política en estos países, con grandes costes sociales, sino que ha supuesto retrocesos en los derechos sociales y en la regulación del capitalismo a escala mundial, que aunque no se puedan deducir directamente de ahí, sí tienen que ver con el reforzamiento de las teorías neoliberales recrecidas ante el fracaso del comunismo. A su vez coincide con un pensamiento débil por parte de la izquierda, que se siente incapaz de ofrecer respuestas progresistas a los problemas planteados, tanto en el momento presente como de cara al futuro. La crisis presente, que supone la quiebra de la globalización neoliberal y financiera, es una oportunidad para cambiar y avanzar en el plano de las reformas económicas y sociales. Espero que no se desperdicie con planteamientos a corto plazo, y que seamos atrapados una vez más por la economía neoliberal en vez de por la reconstrucción de otra economía más social e igualitaria, tanto en el plano de los hechos como de las ideas
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